SUICIDAS ANÓNIMOS
Todas las ciudades populosas del globo ven de año en año aumentar el número de suicidios. Buenos Aires se contenta con tres o cuatro diarios; Nueva York, más civilizada, llega a veinte, a veinticinco, a treinta. Siempre hay algunos anónimos; un tiro suena en un solar de los suburbios; o bien al despuntar el alba los traperos descubren un despojo humano que cuelga de una verja. Es un muerto, y nada más. Es uno que se ha marchado dejando tan sólo un cadáver mudo, sin papeles en los bolsillos. Es uno que se ha llevado entero su secreto. Y por diez casos, si queréis, de suicidios que se deben a la degeneración, habrá uno en que la víctima —o el triunfador— es un hombre inteligente y sano; en que un alma fuerte ha hecho su balance, y ha encontrado preferible el silencioso abismo sin color y sin fondo al vil padecer de todos los días. ¿Cobarde? ¿Cuál es la cobardía mayor, temer la vida o temer la muerte? ¿Resignarse a lo conocido o afrontar el misterio? Matarse es una cobardía a la que pocos se atreven; el presidiario que intenta evadirse, horadando el muro, es más viril que el que se queda esperando órdenes en el calabozo, y me parece cosa grande convertir en llave el cañón de un revólver, y salir del mundo por el pequeño agujero de la sien.
Y hacer esto sin discursos, ¿no es soberbio? “Seul le silence est grand; tout le reste est faiblesse”, dijo el sombrío Vigny; las “siete palabras” de los fanáticos, desde Jesús a Ravachol; de los filósofos, desde Sócrates a Goethe; de los guerreros, desde Leónidas hasta el oficial español que rodeado de carlistas les invita a fusilarlo de una vez: “¡Libradme pronto de vuestra presencia!”; las de los infinitos moribundos históricos, de los que se despiden del respetable público y de los que todavía se yerguen en el patíbulo para que los fotografíen, son interesantes y suelen ser ingeniosas, pero indignas de la muerte. No hay sepulcro ni epitafio a la altura del asunto. Las Pirámides, en su pretensión de luchar contra la Nada, se vuelven microscópicas: hacen reír. Admiremos el buen gusto de los que desaparecen por su voluntad y sin literatura.
Mejor sería que estos héroes vivieran. Vivirían si fueran religiosos, y también si tuvieran ideales terrestres. Las vírgenes de Esparta dieron en suicidarse, y la epidemia cesó en cuanto fue ordenada la exposición de sus cuerpos desnudos, como castigo postumo. Virginia perece por no desnudarse. Un sentimiento bien cultivado hace despreciar por igual la vida y la muerte. Es pueril reprochar al cristianismo su falta de verosimilitud científica; el cristianismo sacó del dolor recursos maravillosos, y libró a los bárbaros de la negra pesadilla final; ¡ cuántos, a cambio de evitar el aniquilamiento absoluto, elegirían el infierno! En el infierno se sufre, se conspira, se maldice, se vive. ¡ Venga la inmortalidad, aunque sea la de la desesperación! Los atenienses, enamorados de lo perfecto, no se suicidaban; no querían perturbar con lo ignoto la armoniosa teoría de sus ritmos; no querían oscurecer la faz radiante de sus estatuas con la sombra del Enigma; negaron la muerte sonriendo; robaron la carne a las podredumbres, haciendo de ella una llama alegre, y cubrieron con una máscara de flores las fauces del horror. Tomaron de la Esfinge su cabeza de diosa, y sus voluptuosos pechos; no vieron el tronco bestial que se hundía en la noche. Nosotros no comprendemos siquiera lo perfecto; lo hemos reemplazado por lo infinito; estamos en viaje; no podemos detenernos, y nuestra única fe es la velocidad. Los dioses, Dios, lo bestial, la noche, la locura, todo lo hemos recorrido, a la luz glacial de la ciencia. ¿Y qué han de hacer los de tardo paso, aquellos para quienes la religión y la verdad son igualmente irrespirables? ¿Qué será el suicidio para ellos? ¡La última invocación al azar!
Les habéis dicho: “sois libres”, y habéis creado la clase lastimosa de los ciudadanos libres que “se alquilan por pan”, según la expresión bíblica; les habéis dicho: “hemos restablecido las posibilidades; el cualquiera tiene abierto el camino para ser rey; el mendigo para ser millonario”, y habéis añadido a las viejas desdichas una esperanza absurda. El suicidio no es hoy signo de decadencia. Lo era en Roma; pero en Roma no eran los esclavos los que se suicidaban, eran los señores. Hoy no son los señores los que se suicidan; son, sobre todo, los esclavos. Y por mucho que volemos hacia el vago horizonte, quizá no nos desprendamos en seguida de los espectros que nos persiguen; quizá nos acompañen largo trecho los suicidas anónimos.
Testua: Rafael Barrett “La Razón” egunkarian argitaratua, Montevideo, 1909ko maiatzaren 4ean.
Irudia: TX4RLi.
Argazki orijinala: Josep Brangulí.
Musika: “Suizidio herrikoia” – Matxura.